Como líderes o directivos, nos encontramos con frecuencia en una encrucijada conceptual al hablar de liderazgo empresarial. La imagen arquetípica del directivo exitoso suele ser la de una figura impávida (en ocasiones con traje de rayas), calculadora, cuya brújula apunta únicamente hacia la eficiencia y el beneficio, guiada por la fría lógica de los datos. Se nos ha enseñado a venerar la racionalidad como el pináculo de la toma de decisiones, relegando los sentimientos al ámbito de lo personal, considerándolos casi una debilidad, un ruido indeseado por las mentes más conservadoras.
Pero, ¿es esta visión no solo incompleta, sino también éticamente cuestionable y moralmente deficiente? ¿Deben los sentimientos ser desterrados de la sala de juntas o merecen un asiento?
Desde una perspectiva puramente filosófica, la dicotomía entre razón y emoción es una herencia del pensamiento occidental que ha sido largamente debatida. Pensadores como David Hume argumentaron que "la razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones", sugiriendo que nuestras motivaciones fundamentales, nuestros valores y, en última instancia, nuestras decisiones, están intrínsecamente ligadas a nuestros sentimientos. Ignorarlos por completo en el ámbito empresarial sería, por tanto, ignorar una parte fundamental de lo que nos impulsa y nos define como seres humanos, tanto a líderes como a subordinados.
Opino que la ética empresarial moderna nos debería empujar a ir más allá del simple cálculo de pérdidas y ganancias. Un líder no opera en el vacío; sus decisiones reverberan a través de las vidas de empleados, clientes, proveedores y la comunidad en general. Aquí es donde la consideración de los sentimientos se vuelve no solo relevante, sino moralmente imperativa. ¿Puede un líder tomar una decisión sobre despidos masivos basándose únicamente en hojas de cálculo, sin ponderar el miedo, la ansiedad y la incertidumbre que generará en cientos de familias? Hacerlo sería operar con una ceguera moral, tratando a las personas como meros recursos, como tantas veces ha ocurrido en los últimos años.
El liderazgo no es sobre ser el encargado. El liderazgo es sobre cuidar a los que están a tu cargo.
La empatía, esa capacidad de conectar con el estado emocional del otro, no debería ser vista como un obstáculo para la objetividad, sino como una herramienta esencial para una toma de decisiones más holística y justa. Un líder que considera los sentimientos (la motivación, el orgullo por el trabajo bien hecho, el temor al cambio, la necesidad de seguridad, etc.) no es necesariamente un líder "blando" o irracional. Es, potencialmente, un líder más sabio, capaz de anticipar las reacciones humanas, de fomentar un ambiente de confianza y lealtad, y de implementar estrategias de manera más efectiva porque comprende el "tejido humano" de su organización.
Por supuesto, esto no significa ni que las decisiones deban tomarse basadas únicamente en los sentimientos ni que a pesar de ello, haya decisiones duras o difíciles de tomar. El sentimentalismo descontrolado puede llevar a la parcialidad, al nepotismo, a la inacción por miedo a herir sensibilidades o a decisiones impulsivas y poco meditadas. La trampa reside en los extremos: ni la tiranía de la emoción desbordada ni la dictadura de una razón deshumanizada.
El verdadero desafío ético y práctico para un líder reside en la integración, en encontrar un equilibrio dinámico. Se trata de cultivar la inteligencia emocional: la habilidad de reconocer, comprender, valorar y gestionar las propias emociones y las de los demás, para luego utilizar esa información emocional como un dato más en el proceso racional de toma de decisiones. Considerar los sentimientos no es sucumbir a ellos; es reconocer su existencia e impacto, sopesarlos junto a los análisis financieros, las proyecciones de mercado, ánimo de los equípos, El ambiente laboral y las estrategias operativas.
Diría, en última instancia, que desterrar los sentimientos de la toma de decisiones empresariales es una falacia peligrosa que deshumaniza el liderazgo y, a largo plazo, puede minar la salud de la propia organización. Los sentimientos, cuando son reconocidos, comprendidos y gestionados con inteligencia, no son un lastre, sino una brújula moral y una fuente de información valiosa. Un liderazgo verdaderamente ético y efectivo no teme al corazón; aprende a escucharlo para informar y enriquecer a la cabeza. La presencia considerada de los sentimientos no debilita la decisión, la completa, añadiendo una capa de humanidad indispensable en cualquier empresa que aspire a ser algo más que una simple máquina de generar beneficios.